
La masacre de las tres jóvenes en Florencio Varela reabrió una herida que la sociedad argentina arrastra desde hace décadas: ¿a quién protege realmente la Justicia? El país, atado a tratados internacionales y a una tradición garantista, abolió la pena de muerte y se enorgullece de sostener un sistema basado en los derechos humanos. Sin embargo, en cada tragedia, la sensación de los ciudadanos es la misma: las garantías parecen estar del lado del victimario, mientras la víctima queda en el olvido.
El dilema es profundo. Nadie discute que un Estado moderno debe respetar el debido proceso, pero lo que está en jaque es la eficacia y la confianza en un sistema judicial que rara vez ofrece respuestas rápidas ni ejemplificadoras. El caso salvadoreño bajo el régimen de excepción de Nayib Bukele aparece como espejo: reducción drástica de homicidios a cambio de fuertes cuestionamientos internacionales. ¿Es viable algo así en Argentina? Jurídicamente no, a menos que el país rompa compromisos internacionales. Políticamente, el costo sería enorme.
Pero al drama se suma otro condimento: el oportunismo político. Tras la tragedia, colectivos partidarios y grupos organizados no tardaron en responsabilizar al gobierno de Javier Milei por la falta de acción. Lo que podría ser una discusión seria sobre seguridad y justicia se transforma en un campo de batalla para desgastar a la gestión nacional. La tragedia se convierte en insumo electoral.
El debate es legítimo: ¿qué modelo de justicia queremos? Pero también es necesario señalar con claridad: no todo reclamo nace del dolor genuino de una sociedad golpeada; mucho proviene del cálculo político de quienes buscan debilitar al gobierno, incluso a costa del sufrimiento ajeno.
En definitiva, Argentina enfrenta un desafío mayúsculo: reconstruir un sistema judicial que devuelva confianza y proteja verdaderamente a las víctimas, evitando que la tragedia sea usada como herramienta partidaria. Para lograrlo, la política debe, de una vez por todas, dejar de pasarse facturas y echar culpas. Cada dirigente, desde el nivel que le corresponde, debe asumir el rol protagónico que la sociedad le otorgó y trabajar por soluciones reales, no por ventajas coyunturales.
Y aquí surge la pregunta más incómoda, pero necesaria: ¿seguiremos esperando que otros cambien un sistema que no funciona, o asumiremos cada uno nuestra parte de responsabilidad? Porque la transformación no llegará solo desde arriba; también requiere una ciudadanía que deje de ser espectadora, que se organice, que exija y que impulse una justicia que sea realmente de todos.