
Mientras nuestros vecinos crecieron modernizando sus estructuras laborales, Argentina sigue aferrada a un modelo del pasado que asfixia a las pymes, desalienta la inversión y multiplica la informalidad. No se trata de ideología, sino de resultados.
Chile y Uruguay entendieron que proteger el trabajo no es impedir el cambio, sino adaptarse a los tiempos. Ambas naciones actualizaron sus leyes, crearon marcos previsibles y transparentes, y lograron reducir significativamente la informalidad. Hoy, más del 80% de sus trabajadores están registrados, las pymes pueden contratar sin miedo, y los jóvenes acceden a empleos formales que antes parecían imposibles.
En cambio, Argentina persiste en un sistema que, bajo el argumento de “defender derechos adquiridos”, termina negándole derechos básicos a casi la mitad de su población activa, condenada a la informalidad o la precariedad. Un país que castiga al que genera empleo y premia la especulación no puede llamarse justo ni moderno.
La reforma laboral que se propone hoy no es una amenaza, es una oportunidad. Propone reemplazar la rigidez por confianza, la incertidumbre por reglas claras, y el estancamiento por crecimiento. Modernizar el sistema laboral no significa quitar derechos, sino darle vida a un país que necesita producir, invertir y trabajar.
Chile y Uruguay lo demostraron con hechos: se puede cuidar al trabajador sin ahogar al empleador. Solo falta que Argentina pierda el miedo.
El futuro no se espera, se construye.