
En Argentina nadie es buena gente —o al menos, no del todo—.
Y menos entre los políticos.
Hoy, el que menos hizo tiene varias causas pendientes; para uno, el otro es un inútil; y para el otro, es un gorila.
Así, una y otra vez, el país se hunde en su propio barro, discutiendo quién tiene menos barro en los zapatos.
Se dice que antes de Milei existía una política eficiente y eficaz.
Entonces, la pregunta cae sola: si eso era eficiencia, ¿por qué el país está destruido?
Financieramente, culturalmente, moralmente…
Y podría seguir, pero no alcanzaría el tiempo ni la paciencia.
El laberinto mental argentino
El argentino promedio vive en una contradicción permanente: quiere cambiar, pero teme cambiar.
Desconfía del Estado, pero depende de él.
Rechaza la política, pero vota con el corazón y no con la razón.
Se queja de la corrupción, pero cuando puede “hace la suya”.
La trampa está servida: todos reclaman honestidad en un país donde la viveza criolla es casi un valor nacional.
Un país educado en el trauma
Cada crisis dejó una marca: la hiperinflación, el corralito, los gobiernos autoritarios, las falsas promesas.
El argentino no aprendió a proyectar, aprendió a resistir.
Y resistir no es avanzar, es sobrevivir.
Esa mentalidad de supervivencia es la que alimenta la inercia política, el “voto castigo” o el “voto salvador”, sin detenerse a pensar si el salvador no es, en realidad, otro verdugo.
La moral social quebrada
Cuando un país normaliza frases como “roba, pero hace”, se consagra una cultura del relativismo moral.
Ya no hay valores, hay excusas.
La justicia lenta, los privilegios, la impunidad… todo eso termina convenciendo al ciudadano de que ser correcto no sirve de nada.
Así se apaga la ética, y con ella, el futuro.
La mirada del extranjero
El extranjero que llega ve lo que nosotros dejamos de ver:
un pueblo con talento, creatividad y capacidad de adaptación.
Pero también una sociedad que se sabotea sola, que desprecia sus logros y glorifica su desgracia.
El argentino, muchas veces, prefiere tener razón antes que tener paz.
La gran trampa nacional
En Argentina, la culpa siempre es del otro: del político, del empresario, del vecino, del dólar, del FMI.
Pero casi nunca del propio ciudadano.
Y sin autocrítica colectiva, no hay reconstrucción posible.
El político corrupto es el reflejo del votante resignado.
El problema no está solo arriba: está entre nosotros.
Reflexión final
Argentina no está destruida solo por su política, sino por una mente colectiva desgastada por décadas de frustración.
Mientras no se reeduque cultural y emocionalmente al pueblo, no habrá cambio duradero.
La salida no es de izquierda ni de derecha: es mental, cultural y moral.
El día que dejemos de culpar y empecemos a responsabilizarnos, ese día —recién ese día— empezará la verdadera reconstrucción.