
En Coronel Rosales —como en buena parte del país— se está dando una transformación silenciosa pero profunda: la forma en que compramos, vendemos y valoramos los bienes cotidianos. La discusión sobre la proliferación de ferias no solo pone en debate el control o la regulación de estos espacios, sino que deja al descubierto un fenómeno más amplio: el nacimiento de un nuevo paradigma del consumo.
Desde la pandemia, la sociedad cambió su manera de relacionarse con el dinero y el intercambio. La digitalización acelerada llevó a miles de personas a incorporar las compras en línea, los pagos electrónicos y las redes sociales como canales de venta. Esta “comodidad tecnológica” se convirtió, en muchos casos, en una necesidad. Sin embargo, también trajo consigo un nuevo tipo de desigualdad: no todos los comercios tradicionales pudieron adaptarse a esa velocidad.
Hoy, el comercio local se enfrenta a tres frentes simultáneos. Por un lado, las ferias populares, que ofrecen precios bajos y trato directo, se multiplican impulsadas por la crisis económica y la búsqueda de oportunidades. Por otro, las plataformas digitales, que concentran cada vez más consumidores, marcan la pauta del mercado y de la comodidad moderna. Y, como telón de fondo, aparece el fantasma del trueque, un síntoma social que resurge cuando el dinero deja de alcanzar y la necesidad se impone por sobre el sistema.
La economía nacional, atravesada por la inflación y la pérdida del poder adquisitivo, profundiza estas grietas. Los hogares ajustan sus gastos, eligen alternativas informales y revalorizan el intercambio directo. Pero detrás de todo esto también hay un cambio cultural: ya no se trata solo de sobrevivir, sino de redefinir la confianza en el consumo, en un entorno donde lo digital, lo comunitario y lo precario conviven.
Los comercios formales, con cargas impositivas, alquileres y regulaciones, sienten que compiten contra un modelo que los supera por flexibilidad y alcance. Tal vez no sea la feria el enemigo, sino la transformación misma del mercado: una sociedad que aprendió a comprar desde una pantalla, a vender desde su casa y a intercambiar cuando el dinero no alcanza.
Una reflexión necesaria
Revertir esta situación no será tarea sencilla, pero sí posible. Se necesita una visión compartida entre comerciantes, feriantes y el Estado, tanto municipal como nacional.
Los municipios podrían generar mesas de diálogo permanentes, donde se establezcan reglas claras, equitativas y sostenibles, que no castiguen al pequeño comerciante ni limiten la oportunidad del feriante. A su vez, el Estado nacional debería acompañar con incentivos fiscales, capacitación digital y acceso al crédito, para que los comercios puedan adaptarse al nuevo ecosistema económico sin desaparecer en el intento.
Solo con políticas inteligentes y acuerdos locales se podrá equilibrar la balanza: promover el trabajo formal sin destruir el informal, impulsar la innovación sin abandonar la tradición, y sostener la economía barrial sin frenar el progreso tecnológico.
En definitiva, se trata de encontrar un punto en común donde el intercambio —sea digital, en feria o en mostrador— vuelva a tener como eje la confianza y la comunidad.